A un mercader se le murió su vieja mula y necesitaba al menos un buey para tirar de su carro. Iba a hacer una larga ruta atravesando las marismas de Caland y los bueyes tenían más fuerza para pasar por esos cenagales con su carro cargado de enseres para la venta.
Un granjero le pedía diez tuses de oro por uno de sus viejos bueyes, pero como no tenía suficiente dinero, decidió negociar con el propietario para pagarle por el uso de su mejor buey y, cuando no lo necesitara, se lo devolvería. Le pagaría según la distancia recorrida.
El dueño del buey, desconfiando de la operación, pero necesitado del dinero, aceptó a condición de acompañarlo. Y como nunca había salido de su granja no sabía medir bien la distancia de un viaje tan largo, con lo que acordaron que el mercader pagaría al granjero un lestus de plata por cada vez que el buey diera cien tirones del carro, por cada cien empujones del animal. Y así, el granjero iba haciendo a cada empujón de su buey pequeñas lascas en una tira de cuero que iba enrollando.
Terminó la travesía días después y tras haber entablado una gran amistad entre el granjero y el mercader. El granjero estaba muy agradecido por haber visto por primera vez la gran ciudad de Minendur. Al regresar a la granja, el mercader, muy satisfecho por los negocios cerrados en la ciudad, decidió ajustar cuentas con el granjero. El granjero desenrolló su tira de cuero y empezó a contar:
— Un empujón, dos empujones, tres empujones… siete mil ochocientos cincuenta y dos, que hacen… —miro hacia el cielo rascándose la oreja—setenta y ocho lestus y… y…
— ¡Y cincuenta y dos empujones! —Exclamó el mercader con sorna— Toma un tus de oro. Me han ido muy bien los negocios en Minendur y tu buey ha trabajado duro. Se lo merece.
Esta historia contada entre chanzas, en posadas y bares, hizo que las propinas, empezaran a llamarse popularmente como empujones. Y por degeneración y extensión del habla, los lestus terminaran por denominarse pujes de plata.