Hace unos cuantos años J. Sáez Olmos escribió un pequeño relato. Hemos querido renovarlo y adornarlo para darle un toque más completo a la terrible historia de aquel cuya obsesión le hace perseguir a su amor más allá del velo.
La oscuridad me ciega. No sé dónde estoy.
Esta negrura me oprime el corazón. Que no es mío, sino tuyo.
Mi corazón siempre será tuyo.
El silencio se rompe con una sensación que me rasga la mente: Quiero volver a verte. Necesito darte un último beso.
Creo que este pensamiento lo he dicho en voz alta porque oigo voces diciendo que eso es imposible. Que ya tuve mi momento para despedirme. Decirle adiós al amor de mi vida y llorar por todos los momentos que compartimos juntos. Que es el momento de pasar el luto. ¿En verdad eso es el amor? Instantes breves y eternos en los que conectamos nuestras almas para elevarlas al infinito cosmos. Sentir en el abrazo cada partícula del universo a un nivel de consciencia fuera de toda lógica. Microsegundos y eones de eterna pasión que desaparecieron para siempre al pararse el reloj de tu corazón. Que era el mío. Necesito besarte otra vez.
Sé que es egoísta pero, ¿tan difícil es entender que lo único que quiero es que quieras volver a quererme? ¿Que ames cómo te amo? ¿Suplicar que te suplique? ¿Llorar con mis lágrimas? Y sobre todo, volver a besarte.
Pero esta oscuridad me ciega. Vago entre la negrura de la terca realidad. No sé dónde me encuentro y el dolor en el corazón me hace reaccionar. Me enjuago las lágrimas con la manga de mi camisa mojada. Junto a mí hay un árbol con las ramas desnudas que apenas contienen la lluvia constante que cae hace horas. Las levanta al cielo, rogando por el consuelo de las tristes almas solitarias de los vivos. Vuelvo la cabeza intentando ver más allá del agua que inunda mis ojos y tropiezo con una gran piedra. Caigo de rodillas y sigo con el dedo las letras inscritas en la roca chorretosa y el dolor de volver a leer tu nombre me traspasa el corazón y se me hace un nudo en las entrañas. Quiero borrar tu nombre a puñetazos para conjurar esta cruel realidad hasta que la sangre en los nudillos y el dolor de los huesos rotos me detiene. Derrotado por la atroz verdad, me derrumbo.
Las viejas y mudas imágenes del pasado se deslizan en mi memoria, en un torrente de emociones degradadas desde el gozo más absoluto a la más angustiosa amargura. Sublimes sensaciones al tocar tu piel por primera vez, hasta ser tu cuerpo una extensión del mío. Los olores inconfundibles que describían tus variables estados de ánimo. El sabor característico de tu cuello, la suave brisa de tu aliento al susurrarme al oído ideas descabelladas sobre la cama. El hambriento sabor dulzón de tus labios antes de pintártelos del morado rigor de la muerte…
No sé cuánto tiempo permanezco así, de rodillas, llorando sobre el mármol de tu sepulcro minutos, horas, días, años, eones… hasta que la necesidad de besarte por última vez me proporciona la suficiente y perversa determinación de intentar ver tu cadáver. La lluvia se ha cerciorado en hacer desaparecer molestos testigos que quisieran frenar mis tétricas intenciones de besar tus fríos y pútridos labios.
Con la determinación que sólo la obsesión del amor perdido proporciona, y a punto de partirme los brazos, consigo empujar la lápida lo suficiente para introducirme en tu sepultura. Sólo tierra nos separa, mi amor. Comienzo a escarbar con mis manos al no encontrar mejor herramienta y la sangre de mis heridas mezclado con la tierra fragua en el barro de la muerte. Ya no me duelen las manos, no las siento. Sólo me duele la necesidad de besarte, de sentir tu piel en mis labios por última vez.
El sol ha caído hace horas y ya no hay luz, pero he conseguido un candil que me presta su lánguida luz con la que apenas consigo ver. Ya palpo tu ataúd. Limpio la tierra de encima y acaricio la madera con el suave cariño que te profesaba. Agotado y casi sin fuerzas consigo arrancar con la rabia de tus recuerdos, de tus besos, la tapa de tu féretro. ¡Por fin podré besarte y así descansar para abandonarme en el olvido de la oscuridad que me acecha!
El quejido de la tapa resquebrajada da pie a una nube de polvo que nubla mi vista. Alzo mis laceradas y ensangrentadas manos. ¿Dónde estás mi amor? ¿Qué macabra broma es ésta? ¡El ataúd está vacío! No estás. Tu cuerpo no está y una oscura soledad me envuelve furiosa, queriendo romperme todos los huesos de tristeza e impotencia.
El polvo y las lágrimas me ciegan de nuevo, y en ese barro primigenio y nauseabundo veo algo.
Veo una tierra negra como el carbón. Un cielo rojo como la sangre. El Jinete de la Muerte vuela cerca de una luna fragmentada y lleva una extraña bandera que ondea de forma antinatural. No es el viento el que la mueve, sino los nombres de los caídos que se van escribiendo con violencia sobre ella. Su montura me mira fijamente y un terror insano se apodera de mí. Corro sin saber en qué dirección ir. El suelo de guijarros polvorientos me hace tropezar y caer de bruces. Un oscuro hollín mancha mi rostro. El polvo se levanta y veo una puerta. El Jinete aún no me ha visto y corro hacia ella con la esperanza de encontrarte al otro lado.
La puerta es gigantesca. Al acercarme observo con horror que está hecha de vértebras y calaveras. La Puerta de los Muertos. Cincelado sobre los huesos hay una inscripción que no entiendo, pero la cercanía del Jinete me apremia. Cruzo el umbral y empiezo a buscarte. El fétido olor a azufre me irrita los ojos y deforma la visión de miles de cadáveres caminando sin andar, respirando sin respirar, mirando sin mirar. Sus rostros desencajados revelan el dolor del último sentimiento que tuvieron en el último aliento: ira, nostalgia, tristeza, dolor… y el terrible horror en aquellos que se percatan de mi presencia en este terrorífico plano.
Los muertos temen a los vivos, como los vivos temen a los muertos. No debería estar aquí. Debo darme prisa o me encontrará el Jinete para exigirme el precio de mi osadía.
Y te encuentro. ¿Cómo no iba a encontrar tu pulcra y putrefacta belleza entre estos despojos de carne y huesos? Estás recostada en un túmulo, mirando al cielo escarlata, como cuando íbamos al campo y te gustaba tumbarte a mirar pasar las nubes, intentando adivinar las vaporosas formas aleatorias que se creaban. Tu mirada perdida se cruza con la mía y tu rostro se desencaja de terror al verme. No, tú no, por favor. Tú también me temes. Tu carne fría y esponjosa se me escurre, pero necesito darte un beso, mi último beso.
Me encamino de nuevo hacia la puerta con el rancio y corrupto sabor de la muerte en la boca. Tengo que salir de aquí, tu beso frío y desencajado me ha mostrado que este no es mi lugar. Todo tiene un orden. Cruzo de nuevo el luctuoso umbral y busco con temor el punto de origen de mi inoportuna visita a este mundo muerto. Veo al Jinete bajo el quicio de la puerta. Unas llamas azules iluminan las vacías cuencas de sus ojos que me miran con gran desprecio, sin embargo, su quijada desnuda parece que sonríe con una macabra complacencia bajo la capucha de su manto. Con los ojos envueltos en suplicantes lágrimas levanto la vista buscando la misericordia divina y ésta se detiene ante la siniestra inscripción de la puerta: “De la Ignorancia a la Sabiduría. De la Luz a las Tinieblas.”
Ahora sí que puedo leerla. Y la certidumbre del eterno destino que me espera me pesa como una losa de mármol negro.
J.J. Torrenegra